Érase un hombre como cualquier hombre. Ni relevante, ni eximio, ni magnífico, ni notable, ni destacado, ni eminente, ni superior, ni ilustre. Un hombre insignificante, mínimo, insustancial, ínfimo.
Sus padres lo habían bautizado como “Nerón”; aunque de fuerte e intrépido, no tenía nada. Quizá, como una suerte de devoción hacia el hombre que tuvo el coraje, la decisión, la valentía, el ímpetu, la cólera, la rabia, la furia, la irritación, la insolencia de incendiar Roma, sin que ningún carro del cuartel de bomberos de la Plaza de los 33 pudiera haber acudido a tiempo y apagarlo a fuerza de manguera.
Al despuntar el día siguiente al de ayer, el astro rey interrumpió el sueño de los que dormían, y en ese sublime momento, fue que Nerón García se despertó.
Abrió los ojos como trayendo a la memoria una cosa olvidada: ir a trabajar. Ir a ganarse el pan de cada día.
Ir a cumplir con su deber de funcionario estatal en el Ayuntamiento de Degollado, pueblo que lo vio nacer, pueblo que lo vio crecer, pueblo que lo vio todos y cada uno de los días de su existencia, puesto que Nerón García nunca había salido de los confines de la villa.
La salida del pájaro autómata gritando “cucú” devolvió a Nerón García de su letargo. —¡Te voy a matar; pajarraco! —pronunció exultante, eufórico, alborozado, refiriéndose a ese pajarito de madera que sale cantando por la ventana de una casita también de madera, exactamente cada media hora.
Como impelido por el demonio, Nerón García reclinó el cuerpo echado en el mueble que usaba para el reposo nocturno, acondicionado precariamente con dos piezas de tela entre las cuales dormía, agujereadas por tanto uso, después de haber devuelto el inconveniente ajuar de sábanas que la tía-abuela Edmunda le había regalado para el casamiento, bordadas con sus iniciales y las de la desgraciada que tuvo la osadía de dejarlo plantado en el altar de la Iglesia de Degollado.
Aferrado a la ferviente negativa de comprar sábanas nuevas y con cara de pocos amigos, Nerón García se levantó.
El espejo del baño le devolvió la imagen de una persona que posee una escasa inteligencia, dice la tía-abuela Edmunda que el pobrecito nunca fue capaz de superar el trance de la boda frustrada y jamás pudo llegar al desarrollo normal de su edad.
Nerón García se cepilló los dientes por espacio de una hora. Había visto el reclame de “Kolynos” y de cómo el tener los dientes blancos atraía a mujeres hermosas, y desde aquel día el cepillado se había trasformado en un ritual.
Depositó cuidadosamente su piyama rayado en la cama y se dirigió al perchero, donde descansaban, como todas las noches desde el día que ingresó en el Ayuntamiento de Degollado, una camisa celeste, una corbata roja, un pantalón y un saco gris de lo que alguna vez supo ser un traje. Casi con adoración, se podría decir que acariciaba cada una de las prendas mientras se vestía.
Luego, nuevamente ingresó al baño y se puso gomina; dice la tía-abuela Edmunda que de chiquito le gustaba vestirse de Gardel. Unas gotas de colonia barata, y a cumplir, como todos los días, desde que había ingresado en el Ayuntamiento de Degollado, con sus deberes de funcionario estatal.
Era un día como cualquier otro día. Los pajaritos no volaban. Nadie se había muerto. Nadie se había casado. Nadie se había arreglado con nadie. Nadie se había peleado con nadie. Nadie había engañado a nadie. Nadie había matado a nadie. Ni siquiera a un pajarito. Menos aún a un pajarón.
Qué pena, pensó Nerón García. No contaría con las eximias palabras de Katty, la secretaria del Alcalde de Degollado.
Como aquel día en que encontraron muerta a la novia del “Nene” Pelayo. La conmoción en Degollado fue tal, que había venido un cúmulo de periodistas; “para el informativo” habían dicho, y el Comisario Eusebio Pérez había vestido sus mejores galas para la “ntrevista para la tele”.
Luego de una ardua investigación, el Comisario Eusebio Pérez y su ayudante habrían descubierto una mancha de sangre en el vaquero del “Nene” Pelayo. Con la “pista” en mano, se fueron a buscar al Nene: “¡Arriba las manos!”.
La señorita Mabel le tomó el testimonio en la máquina de escribir “Olivetti”: —Me metió los cuernos cuando vino el “mionca” del brasilero. —El caso se cerró como “Crimen Pasional”, y desde entonces el”Nene” Pelayo pasa sus días en el penal de Libertad.
Y el hombre insignificante, mínimo, insustancial, ínfimo, entra al Ayuntamiento a cumplir, como todos los días, desde que ha ingresado en el Ayuntamiento de Degollado, con sus deberes de funcionario estatal.
Sus padres lo habían bautizado como “Nerón”; aunque de fuerte e intrépido, no tenía nada. Quizá, como una suerte de devoción hacia el hombre que tuvo el coraje, la decisión, la valentía, el ímpetu, la cólera, la rabia, la furia, la irritación, la insolencia de incendiar Roma, sin que ningún carro del cuartel de bomberos de la Plaza de los 33 pudiera haber acudido a tiempo y apagarlo a fuerza de manguera.
Al despuntar el día siguiente al de ayer, el astro rey interrumpió el sueño de los que dormían, y en ese sublime momento, fue que Nerón García se despertó.
Abrió los ojos como trayendo a la memoria una cosa olvidada: ir a trabajar. Ir a ganarse el pan de cada día.
Ir a cumplir con su deber de funcionario estatal en el Ayuntamiento de Degollado, pueblo que lo vio nacer, pueblo que lo vio crecer, pueblo que lo vio todos y cada uno de los días de su existencia, puesto que Nerón García nunca había salido de los confines de la villa.
La salida del pájaro autómata gritando “cucú” devolvió a Nerón García de su letargo. —¡Te voy a matar; pajarraco! —pronunció exultante, eufórico, alborozado, refiriéndose a ese pajarito de madera que sale cantando por la ventana de una casita también de madera, exactamente cada media hora.
Como impelido por el demonio, Nerón García reclinó el cuerpo echado en el mueble que usaba para el reposo nocturno, acondicionado precariamente con dos piezas de tela entre las cuales dormía, agujereadas por tanto uso, después de haber devuelto el inconveniente ajuar de sábanas que la tía-abuela Edmunda le había regalado para el casamiento, bordadas con sus iniciales y las de la desgraciada que tuvo la osadía de dejarlo plantado en el altar de la Iglesia de Degollado.
Aferrado a la ferviente negativa de comprar sábanas nuevas y con cara de pocos amigos, Nerón García se levantó.
El espejo del baño le devolvió la imagen de una persona que posee una escasa inteligencia, dice la tía-abuela Edmunda que el pobrecito nunca fue capaz de superar el trance de la boda frustrada y jamás pudo llegar al desarrollo normal de su edad.
Nerón García se cepilló los dientes por espacio de una hora. Había visto el reclame de “Kolynos” y de cómo el tener los dientes blancos atraía a mujeres hermosas, y desde aquel día el cepillado se había trasformado en un ritual.
Depositó cuidadosamente su piyama rayado en la cama y se dirigió al perchero, donde descansaban, como todas las noches desde el día que ingresó en el Ayuntamiento de Degollado, una camisa celeste, una corbata roja, un pantalón y un saco gris de lo que alguna vez supo ser un traje. Casi con adoración, se podría decir que acariciaba cada una de las prendas mientras se vestía.
Luego, nuevamente ingresó al baño y se puso gomina; dice la tía-abuela Edmunda que de chiquito le gustaba vestirse de Gardel. Unas gotas de colonia barata, y a cumplir, como todos los días, desde que había ingresado en el Ayuntamiento de Degollado, con sus deberes de funcionario estatal.
Era un día como cualquier otro día. Los pajaritos no volaban. Nadie se había muerto. Nadie se había casado. Nadie se había arreglado con nadie. Nadie se había peleado con nadie. Nadie había engañado a nadie. Nadie había matado a nadie. Ni siquiera a un pajarito. Menos aún a un pajarón.
Qué pena, pensó Nerón García. No contaría con las eximias palabras de Katty, la secretaria del Alcalde de Degollado.
Como aquel día en que encontraron muerta a la novia del “Nene” Pelayo. La conmoción en Degollado fue tal, que había venido un cúmulo de periodistas; “para el informativo” habían dicho, y el Comisario Eusebio Pérez había vestido sus mejores galas para la “ntrevista para la tele”.
Luego de una ardua investigación, el Comisario Eusebio Pérez y su ayudante habrían descubierto una mancha de sangre en el vaquero del “Nene” Pelayo. Con la “pista” en mano, se fueron a buscar al Nene: “¡Arriba las manos!”.
La señorita Mabel le tomó el testimonio en la máquina de escribir “Olivetti”: —Me metió los cuernos cuando vino el “mionca” del brasilero. —El caso se cerró como “Crimen Pasional”, y desde entonces el”Nene” Pelayo pasa sus días en el penal de Libertad.
Y el hombre insignificante, mínimo, insustancial, ínfimo, entra al Ayuntamiento a cumplir, como todos los días, desde que ha ingresado en el Ayuntamiento de Degollado, con sus deberes de funcionario estatal.